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lunes, 3 de mayo de 2010

POESÍA



FRANCISCO BRINES (Valencia, 1932) XIX Premio Reina Sofía de Poesía
Académico de la Lengua desde 2001 (ocupa la silla que dejó vacante a su muerte Antonio Buero Vallejo) y perteneciente a la denominada Generación del 50, Francisco Brines ha defendido siempre la poesía "como ejercicio de tolerancia". Su trayectoria ha merecido también premios como el Adonais, el de la Crítica, el Nacional de Poesía, el Internacional García Lorca y el Nacional de las Letras al conjunto de su obra.
Copio sus reflexiones aparecidas en una reciente entrevista publicada en El Pais:
"La poesía nos enseña que no buscamos lo que somos", explica un autor que ha centrado su obra en el sentimiento de pérdida. "Pero no como algo negativo", advierte, "sino como una fuente de conocimiento y de amor".
"El lector de poesía no se busca a sí mismo sino que busca la verdad del otro", continúa. "Y esa es la verdadera tolerancia: que un creyente lea un poema agnóstico y se emocione de la misma manera que un agnóstico lee a san Juan de la Cruz crea o no en la mística. Gracias a la poesía, a su lectura intensa y verdadera, vivimos y sentimos vidas que de otra manera no podríamos vivir. Gracias a la poesía, siendo adolescentes podemos entender la vejez e incluso podemos volver a sentir el amor cuando ya no estamos enamorados. Es su milagro".


El escritor asegura que desde su primer libro (Las brasas, premio Adonais en 1959) no ha dejado de escribir sobre lo mismo, porque el hombre, para él, es tiempo.


"Cuando estamos pletóricos no escribimos", añade. "Escribimos cuando no vivimos. No queda otra, es una necesidad. No soy un poeta muy estimulado, desgraciadamente soy tacaño y sólo escribo cuando no hay más remedio. Pero cuando lo hago me siento muy pleno, muy realizado. Y además me sorprendo, porque me ayuda a encontrarme, soy yo, sin ninguna necesidad de dibujar un autorretrato".
"Siempre escribo sobre las mismas cosas pero no es lo mismo la nostalgia de un niño que la de un viejo. Desafortunadamente ya tengo poco del niño que fui, pero lo importante es la vida y sólo somos conscientes de ese don cuando nos lo quitan. Por eso la muerte siempre ha estado en mi obra, por mi amor a la vida". El escritor recuerda entonces el libro que recoge todos sus poemarios, Ensayo de una despedida, y justifica el título: "Me despido de una vida que no hemos realizado, ¿no es esa la grandeza del hombre y la del amor? ¿No nos hace afortunados el dolor de la pérdida?".
"En ninguna sobremesa se habla de poesía, sólo de chismes de poesía. La poesía nos alimenta por dentro, en silencio, porque los que leen poesía la necesitan como unos drogadictos. Y por eso son lectores tan agradecidos, tan reales. Y eso es algo que nos une a todos los que la leemos".
Miembro de la generación del 50, Brines empezó su andadura junto a José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, Ángel González o Claudio Rodríguez.




El más hermoso territorio


El ciego deseoso recorre con los dedos


las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,


y nada le apresura. El roce se hace lento


en el vigor curvado de unos muslos


que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.


Allí en la luz oscura de los mirtos


se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,


el feliz cuerpo vivo.


O intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto,


en el posar cansado de un ocaso apagado.


Del estrecho lugar de la cintura,


reino de siesta y sueño,


o reducido prado


de labios delicados y de dedos ardientes,


por igual, separadas, se desperezan líneas


que ahondan muy gentiles, el vigor mas dichoso de la edad,


y un pecho dejan alto, simétrico y oscuro.


Son dos sombras rosadas esas tetillas breves


en vasto campo liso,


aguas para beber, o estremecerlas


y un canalillo cruza, para la sed amiga de la lengua,


este dormido campo, y llega a un breve pozo,


que es infantil sonrisa,breve dedal del aire.


En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles


se yergue el cuello altivo que serena,


o el recogido cuello que ablanda las caricias,


el tronco del que brota un vivo fuego negro,


la cabeza: y en aire, y perfumada,


una enredada zarza de jazmines sonríe,


y el mundo se hace noche porque habitan aquélla


astros crecidos y anchos, felices y benéficos.


Y brillan, y nos miran, y queremos morir


ebrios de adolescencia.


Hay una brisa negra que aroma los cabellos.


He bajado esta espalda,


que es el más descansado de todos los descensos,


y siendo larga y dura, es de ligera marcha,


pues nos lleva al lugar de las delicias.


En la más suave y fresca de las sedas


se recrea la mano,


este espacio indecible, que se alza tan diáfano,


la hermosa calumniada, el sitio envilecido


por el soez lenguaje.


Inacabable lecho en donde reparamos


la sed de la belleza de la forma,


que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.


Rozo con mis mejillas la misma piel del aire,


la dureza del agua, que es frescura,


la solidez del mundo que me tienta.


Y, muy secretas, las laderas llevan


al lugar encendido de la dicha.


Allí el profundo goce que repara el vivir,


la maga realidad que vence al sueño,


experiencia tan ebria


que un sabio dios la condena al olvido.


Conocemos entonces que sólo tiene muerte


la quemada hermosura de la vida.


Y porque estás ausente, eres hoy el deseo


de la tierra que falta al desterrado,


de la vida que el olvidado pierde,


y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo,


pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo.


"El otoño de las rosas" 1990



Con los ojos serenos


En esta hora lívida de la primavera, al caer la tarde,


después de una reciente lluvia, las flores


brotan en el jardín


claras y misteriosas,


y oigo carreras en la calle, después silencio, siento la


soledad herirme,


y ahora pasos y voces. Cesan. Canta un muchacho,


y adivino en sus ojos la despedida de esta luz cansada,


de este día terrible


para tantos, mientras su voz se aleja por la noche.


Ahora que no hay felicidad, quiero encontrar un rostro


que refleje su luz, mirar caer la noche


sobre el campo dormido, oír cantar un pájaro


con dulzura inocente.


Y ahora que de ella nada queda en mí,


yo quiero contemplarla


en lo que existe y la retiene,


y con ojos serenos me asomo a la ventana para ver


un hombre con un perro, conversando unos niños, un


balcón encendido.


Hay un sordo dolor ante este frío oscuro que se agolpa


más allá de las horas de la vida,


y busco un rostro que refleje luz,


alguien que, como yo, teniendo muerte sólo,


tenga también, como tuviera yo,


venciéndola, la vida.
Los niños se dispersan, el balcón se ha apagado, se


hunde en la noche el hombre con su perro.



Causa del amor


Cuando me han preguntado la causa de mi amor


yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.


(Y aún es posible que existan rostros más hermosos.)


Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu


que siempre me mostraba en sus costumbres,


o en la disposición para el silencio o la sonrisa


según lo demandara mi secreto.


Eran cosas del alma, y nada dije de ella.


(Y aún debiera añadir que he conocido almas superiores.)


La verdad de mi amor ahora la sé:


vencía su presencia la imperfección del hombre,


pues es atroz pensar


que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,


y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu,


su claridad, la dolorida flor de la experiencia, la bondad misma.


Importantes sucesos que nunca descubrimos,


o descubrimos tarde.


Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,


movida luz, honda frescura;


y el daño nos descubre su seca falsedad.


La verdad de mi amor sabedla ahora:


la materia y el soplo se unieron en su vida


como la luz que posa en el espejo


(era pequeña luz, espejo diminuto);


era azarosa creación perfecta.


Un ser en orden crecía junto a mí,


y mi desorden serenaba.


Amé su limitada perfección