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miércoles, 28 de abril de 2010

RELATO DE LA QUINCENA


JAN NERUDA
Fue un poeta, cuentista, dramaturgo y novelista checo, uno de los principales representantes del realismo checo y miembro de la llamada Escuela de mayo. Su obra más reconocida es Cuentos de Malá Strana (1877), un libro de relatos sobre la pequeña burguesía praguense de aquel, por entonces, tranquilo barrio.
Su apellido inspiró el seudónimo de Pablo Neruda a Ricardo Neftalí Reyes Basoalto, quien se tomó la libertad de cambiar su acentuación a grave. En su volumen de memorias “Confieso que he vivido”, el poeta cuenta cómo y porqué, adoptó ese pseudónimo:“La respuesta era demasiada simple y tan falta de maravilla que me la callaba cuidadosamente. Cuando yo tenía ya 14 años de edad, mi padre perseguía denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos me busqué un apellido que lo despistara totalmente. Encontré en una revista este nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con un monumento erigido en el barrio Mala Strana de Praga. Apenas llegado a Checoslovaquia, muchos años después, puse una flor a los pies de su estatua barbuda”.


ERA UN INÚTIL
Jan Neruda


Horácek ya no estaba entre nosotros. Nadie lamentó su muerte a pesar de que todos le conocían en la Kleinseite.
En la Kleinseite, los vecinos se conocen muy bien, precisamente porque no conocen a nadie más. Cuando Horácek murió, se decían entre ellos que era bueno que estuviese muerto porque así su madre se ahorraría mucho sufrimiento, ya que Horácek era un inútil. Murió de repente, a los veinticinco años; así lo decía el registro funerario. Sobre su carácter, dicho registro no daba información; ahí no habían anotado nada porque, a saber -como comentaba muy chistosamente el boticario-, un inútil no tiene ningún carácter. ¡Claro que si hubiera muerto el señor boticario!...
El cuerpo de Horácek fue sacado de la capilla ardiente junto con otros muertos. «Así como es la vida, así también es el final», dijo el señor boticario en la farmacia. Tras el muerto desfilaba un pequeño grupo de mendigos más o menos endomingados, por lo que resultaban todavía más llamativos. Sólo dos personas pertenecían al cortejo de Horácek: su vieja madre y un hombre joven, vestido de manera muy elegante, que la acompañaba. Estaba completamente pálido, su paso era inseguro y tembloroso, de tanto en tanto parecía sacudido por la fiebre. Los habitantes de la Kleinseite prestaban escasa atención a la madre, lo que al fin y al cabo era un alivio para ella, y si lloraba, sólo lo hacía como madre y quién sabe si de alegría; el joven provenía muy probablemente de otra parte de la ciudad, pues no le conocía nadie. « ¡Pobre, si él mismo necesita dónde apoyarse. Seguro que está aquí por la Horácková. ¿Cómo? ¿Su amigo? ¡Qué!, ¿quién iba a declararse simpatizante de alguien proscrito por todos? Y, además, su hijo, Horácek, no tuvo amigos ni siquiera de joven. ¡Fue siempre un inútil! ¡Pobre madre!»
Por el camino, la madre iba llorando con un sentimiento que ablandaba el corazón; al joven le rodaban las lágrimas por las mejillas, a pesar de que Horácek hubiese sido un joven inútil.
Los padres de Horácek tenían un colmado. No les iba mal, pues en general a los tenderos suele irles bien, y en especial si tienen la tienda en un lugar donde vive mucha gente pobre.
En un sitio así, el tendero ve entrar el dinero lentamente en la caja, corona a corona y céntimo a céntimo -por madera, mantequilla y manteca-, sobre todo cuando, además, tiene que añadir una pizca de sal o de comino; pero, a cambio, siempre entra dinero, aunque sea poco a poco, e incluso las deudas de dos céntimos se pagan religiosamente.
La Horácková tenía sus benefactoras, mujeres de funcionarios que alababan su exquisita mantequilla. Compraban mucha y pagaban casi siempre el primero de mes.
El hijo de los tenderos, Franz, tenía ya casi tres años y todavía llevaba vestidos de niña. Las vecinas decían que era un niño feo. Los hijos de las vecinas eran casi todos mayores, y Franz rara vez se atrevía a jugar con ellos. Una vez, en la calle, los niños se burlaron de un judío.
Franz estaba con ellos, pero no se metió con él; el judío empezó a correr tras los chicos, enganchó a Franz, el cual no albergaba la menor intención de salir corriendo y se lo llevó entre insultos hasta donde se hallaban sus padres. Las vecinas estaban atónitas de ver lo inútil que era ya el pequeño Franz.
Su madre se alarmó y consultó con su marido.
- No le voy a pegar. En casa, con los niños, se volvería aún más salvaje, y tampoco podemos cuidar de él, así que lo enviaremos a la guardería.
Le pusieron pantalones, y Franz tuvo que ir, llorando, a la escuela. Allí pasó dos años. El primer año recibió un croissant en recompensa por su conducta tranquila; el segundo año habría obtenido una estampita en el examen anual... si se hubiese presentado.
El día antes del examen se fue a casa al mediodía. Tenía que pasar por delante de donde vivía un rico terrateniente. Ante la casa, en una calle bastante tranquila, acostumbraban revolotear las aves, y Franz se quedaba a menudo embelesado con ellas. Aquel día paseaban por allí algunos pavos que Franz no había visto en su vida. Lleno de entusiasmo, se detuvo a contemplarlos. No transcurrió mucho tiempo y ya estaba de cuclillas entre los pavos manteniendo importantes conversaciones con ellos. Se olvidó de la comida y de la escuela, y cuando por la tarde los niños se chivaron al maestro y le contaron que Franz estaba jugando con los pavos en lugar de ir a la escuela, el profesor mandó a la asistenta que fuera a buscarlo.
Franz sacó un cero en el examen y el señor maestro le dijo a la madre que debía ser más severa con él, que el niño era un verdadero inútil.
Y, en efecto, ¡Franz era un verdadero inútil! En la escuela, religiosa, se sentaba junto al hijito del señor inspector y acostumbraba volver a casa con él cogidos de la mano. Y casi siempre jugaban en casa del inspector. A Franz le estaba permitido acunar al más pequeño, y a cambio le daban café en una taza blanca para merendar. El hijito del señor inspector iba siempre muy bien vestido y solía llevar una golilla blanca almidonada. Franz llevaba un traje que, si bien limpio, estaba bastante remendado; por lo demás, no se percataba de que no iba vestido como el hijo del inspector.
Una vez, después de terminar la clase, el maestro detuvo a ambos jóvenes, dio unos golpecitos suaves al hijo del señor inspector en la mejilla y dijo:
- ¿Ves, Konrad, como eres un buen chico? ¡Siempre mantienes blanca la golilla! ¡Dale a tu señor papá mis mejores saludos!
- Sí -contestó Franz.
- ¡Contigo no hablo, mocoso remendado!
Franz no comprendió en aquel momento por qué el señor maestro no podía saludar a sus padres a causa de los remiendos; pero, sospechó una cierta diferencia entre él y el hijo del señor inspector y le sacudió bien sacudido. Le echaron de la escuela por inútil e incorregible.
Sus padres lo enviaron a la escuela alemana. Franz no entendía apenas una palabra de alemán y, en consecuencia, hizo escasos progresos en las ciencias. Los profesores le tenían por un haragán descuidado a pesar de que él se esforzaba bastante, y también por un maleducado, porque siempre se ponía a salvo cuando le provocaban los jóvenes y no se podía defender en alemán de sus pendencias. A cada instante cometía extrañas faltas en alemán, lo que, por añadidura, les daba ocasión para sus burlas. Una vez llegó a la escuela, y llevaba en la gorra, redonda como un pastel, una visera de un dedo de grosor y toda tiesa hacia arriba. Para sus compañeros de clase, eso supuso un gran divertimento. Para obtener esa gorra había ido su padre a propósito hasta el caso antiguo para buscarle algo especial.
- Así, por lo menos, no romperás la visera y estarás protegido del sol -le dijo mientras le cosía la visera.
Y Franz creyó de veras que llevaba algo especialmente bonito y se fue orgulloso hacia le escuela. Unas risas que parecían no tener fin le saludaron. Los chicos daban saltitos alrededor de él, y como su visera parecía un tablón entre listones al lado de las viseras de los demás, le llamaron «rey de los tablones». Franz le dio con el tablón en las narices a uno de los burladores; a cambio recibió una reprimenda por su conducta, y le costó lo suyo que le admitieran en la escuela elemental.
Sus padres se esforzaban todo lo que podían por hacer algo de su hijito, para que el chico pudiera ganarse el pan más adelante sin tanta dificultad como ellos. El maestro y los vecinos les sacaron tal idea de la cabeza e hicieron la observación de que el joven no estaba dotado en absoluto y que era un inútil.
También entre los vecinos tenía esa mala fama. Tenía mala suerte sobre todo con ellos, si bien no hacía más trastadas que sus hijos, al contrario. Siempre que jugaba a pelota en la calle, la pelota volaba directa a la ventana -precisamente abierta- de algún vecino, y cuando jugaba en la galería con sus compañeros a ver quién lanzaba la gorra más alto, siempre había de romper la lamparita que estaba bajo la cruz, por más que pusiese todo el cuidado del mundo.
Franz, llamado ya Horácek, llegó a la escuela secundaria. No puede decirse precisamente que se dedicara con especial ahínco al estudio, pues ya le resultó bastante antipático en la escuela alemana, y su proceso general sólo dio para que a duras penas le pasaran año tras año de clase; en cambio, Horácek aprendió muchas cosas que no pertenecían en sentido estricto al ámbito escolar. Leía con verdadera aplicación todo lo que caía en sus manos, y muy pronto se hizo con unos sólidos conocimientos de literatura extranjera. Consiguió en poco tiempo un estilo pulido en alemán, la unica matrícula que se le concedió en todos los años de bachillerato. Sus redacciones contenían ideas nuevas y giros brillantes. Su maestro llegó a sostener una vez que
su estilo era tan florido, que casi se asemejaba al de Herder. Los profesores lo tuvieron en cuenta y, si no lo hacía tan bien con otras asignaturas, solían decir que tenía un gran talento, pero que era un inútil. A pesar de todo, tampoco se sentían llamados a echar a perder su talento y Horácek pasó también el último examen, el decisivo.
Empezó a estudiar derecho porque estaba de moda y porque el padre quería que se hiciese funcionario. Así que Horácek tuvo todavía más tiempo para leer y, como por la misma época se enamoró felizmente, también empezó a escribir. Sus primeros ensayos salieron publicados en revistas, y toda la Kleinseite estaba enormemente indignada de que se hubiera convertido en literato, escribiera en periódicos y, por si fuera poco, además en lengua checa.
Le profetizaron un descenso en picado, y cuando su padre murió poco tiempo después, todos afirmaron con seguridad que había sido la aflicción a causa del inútil de su hijo lo que le había llevado a la muerte.
La madre dejó el colmado. Al cabo de poco tiempo ya le iba muy mal, y Horácek tuvo que mirar de ganar algún dinero. Habría buscado gustoso un trabajo, pero eso era algo que no podía decidir inmediatamente. No había perdido del todo las ganas de seguir estudiando, si bien la carrera de derecho le resultaba una bazofia de difícil aceptación, y sólo iba a la facultad cuando se aburría. El gran impedimento, sin embargo, era su amor. Una bella muchacha, realmente cariñosa, estaba encendida de amor por él, y tampoco sus padres la obligaban a decidirse por ningún otro, a pesar de que le presentaban suficientes pretendientes. La muchacha quería esperar a Horácek hasta que pasara el examen y obtuviese con él un puesto decente. El empleo que le habían ofrecido a Horácek traía consigo un sueldo inmediato, pero sin expectativas para el futuro. Horácek comprendió bien que, a su lado, la muchacha no tendría un futuro próspero,
y a la miseria tampoco quería entregarla. Creyó que estaba menos enamorado de ella de lo que en realidad estaba, y tomó la decisión de decirle adiós. Sin embargo, no tenía corazón para hacerlo de forma abierta: quería ser repudiado, arrojado; tal era el inconsciente anhelo de regocijarse en un sufrimiento inmerecido. Pronto se le ocurrió la manera. Cambiando su letra, escribió una carta anónima contando las cosas más insultantes sobre él mismo y la envió a los padres de la novia. La hijita no creyó al denunciante. Pero el padre era más precavido, preguntó entre los vecinos de Horácek y ellos le informaron de que el muchacho era un inútil desde la infancia. Cuando Horácek fue de visita unos días más tarde, la muchacha salió llorando de la habitación y él fue despedido de la casa de manera cortés.
La muchacha se casó poco después, y por toda la Kleinseite se extendió el rumor de que habían echado a Horácek de la casa a causa de su inutilidad.
Fue entonces cuando a Horácek se le rompió el corazón, pues había perdido a la única persona que le amaba, sin poder ignorar su propia culpa en todo ello.
Perdió su presencia de ánimo, el nuevo oficio se le volvió detestable, se moría de pesar y se consumía abiertamente. A sus vecinos no les extrañaba nada todo eso, ya que no era –decían sino la consecuencia de una vida llevada tan a la ligera.
Su nueva ocupación le obligaba a estar en un despacho privado. A pesar de su aversión, trabajaba con ahínco, y su superior pronto le depositó toda su confianza; cuando había que transportar dinero, se lo confiaba a él. Horácek también tuvo ocasión de mostrarse agradecido con el hijo del jefe. Una vez, éste le esperó a la salida.
- Señor Horácek, si usted no me ayuda, no tendré más remedio que arrojarme al agua, y, por escapar a mi propia vergüenza, seré una vergüenza para mi padre. Tengo deudas que debo pagar hoy a toda costa, pero no recibiré mi dinero hasta pasado mañana, y ahora me encuentro perdido. Usted lleva dinero para mi tío; confíemelo de forma provisional; pasado mañana lo repondré. ¡Mi tío no le preguntará a mi padre por el dinero!
Pero el tío sí que preguntó, y al día siguiente se leía en el periódico: «Ruego a todos aquellos relacionados con mi empresa no le confíen ningún dinero a F. Horácek. Le he despedido sin previo aviso, por deslealtad.»
Ni siquiera la noticia de que otro barrio de la ciudad ardía en llamas habría despertado tanto interés entre los habitantes de la Kleinseite.
Horácek no delató al hijo del señor director: se fue a su casa, y, pretextando dolor de cabeza, se acostó.
El médico del distrito, a la hora de costumbre y claramente sumido en sus pensamientos, fue unos días más tarde a la farmacia.
- ¿Así que el inútil se ha muerto? -preguntó sonriendo el señor boticario.
- ¿Horácek? ¡Pues sí!
- ¿Y de qué ha muerto?
- ¡Bah? Por mí, diré que de un ataque al corazón.
- ¡Vaya! Menos mal que no ha dejado deudas de medicamentos, ese inútil.

lunes, 26 de abril de 2010

POESÍA


JOSÉ EMILIO PACHECO

El poeta mexicano José Emilio Pacheco, que recogió este viernes el Premio Cervantes de manos del Rey, hizo una emocionada defensa del gremio de los escritores, "miembros de una orden mendicante" que no reciben, como le pasó a Cervantes, el merecido reconocimiento por su obra."No hay en la literatura española una vida más llena de humillaciones y fracasos" que la del autor del Quijote, subrayó Pacheco, que hubiera deseado poder dar este premio a quien le da nombre. "Me gustaría que el premio Cervantes hubiera sido para Cervantes. Cómo hubiera aliviado sus últimos años el recibirlo. Se sabe que el inmenso éxito de su libro en poco o nada remedió su penuria", afirmó el autor de Tarde o temprano."Cuánto nos duele verlo o ver a su rival Lope de Vega humillándose ante los duques, condes y marqueses. La situación sólo ha cambiado de nombres. Casi todos los escritores somos, a querer o no, miembros de una orden mendicante. No es culpa de nuestra vileza esencial sino de un acontecimiento ya bimilenario que tiene a agudizarse en la era electrónica", aseguró Pacheco.

Contraelegía

Mi único tema es lo que ya no está

Y mi obsesión se llama lo perdido

Mi punzante estribillo es nunca más

Y sin embargo amo este cambio perpetuo

este variar segundo tras segundo

porque sin él lo que llamamos vida

sería de piedra.

El reposo del fuego

Pero el agua recorre los cristales

musgosarnente :

ignora que se altera,

lejos del sueño, todo lo existente.

Y el reposo del fuego es tomar forma

con su pleno poder de transformarse.

fuego del aire y soledad del fuego.

al incendiar el aire que es de fuego.

Fuego es el mundo que se extingue y prende

para durar (fue siempre) eternamente.

Las cosas hoy dispersas se reúnen

y las que están más próximas se alejan:

Soy y no soy aquel que te ha esperado

en el parque desierto una mañana

junto al río irrepetible en donde entraba

(y no lo hará jamás, nunca dos veces)

la luz de octubre rota en la espesura.

Y fue el olor del mar: una paloma,

como un arco de sal,ardió en el aire.

No estabas, no estaráspero el oleaje

de una espuma remota confluía

sobre mis actos y entre mis palabras

(únicas nunca ajenas, nunca mías):

El mar que es agua pura ante los peces

jamás ha de saciar la sed humana.

Gota de lluvia
Una gota de lluvia temblaba en la enredadera.
Toda la noche estaba en esa humedad sombría
que de repente
iluminó la luna.

Alta Traición

No amo mi patria.

Su fulgor abstractoes inasible.

Pero aunque suene maldaría la vida

por diez lugares suyos,

cierta gente,

puertos, bosques de pinos,

fortalezas,

una ciudad deshecha,

gris, monstruosa,

varias figuras de su historia,

montañas

y tres o cuatro ríos.



ALBERT CAMUS


http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/26874/Albert_Camus_Obras_Completas
Albert Camus no escribió para la gloria, sino para la posteridad: “la verdadera generosidad para con el porvenir consiste en darlo todo ahora”. Con sus flaquezas y “desbordamientos”, Camus intentó ajustarse a este planteamiento vital. No pretendía ser un moralista ni un profeta, sino un inconformista consecuente. En Calígula (1938), constata que sólo hay una verdad elemental y obscena: “el hombre muere y no es feliz”. Calígula lo descubre tras perder a su hermana Drusilla y se entrega a un nihilismo feroz, abocado a un fracaso previsible, pues no es posible destruir el mundo y reinventar al hombre. Camus se propone algo más humilde: aceptar nuestra finitud, sin renunciar a rebelarnos contra nuestro destino. En su obra, la rebeldía existencial trasciende lo meramente personal para convertirse en categoría filosófica. Cincuenta años después de su prematura muerte, Camus no cesa de entrometerse en un presente que añora la ausencia de intelectuales sin miedo a ser intempestivos o a la rectificación y la autocrítica. La edición de sus obras completas nos devuelve a un autor que jamás se ha desprendido de la actualidad. Alianza ha reunido en un estuche con cinco volúmenes las novelas, el teatro, los ensayos, las crónicas periodísticas y los diarios, con un prólogo de José María Guelbenzu. Al reencontrarnos con los famosos Carnets o las Crónicas argelinas, sólo podemos deplorar que la vida de Camus haya sido tan breve. Nos habría gustado conocer su opinión sobre la guerra de Irak o Afganistán. Es cierto que su lucidez no le resguardó del error, pero cuando afirma que es necesario “aplacar a cualquier precio a los pueblos desgarrados y atormentados por un sufrimiento prolongado”, nos invade la sospecha de que el mundo se ha atascado en un callejón sin salida. Camus no fue un filósofo en el sentido académico, sino un pensador de la estirpe de Montaigne, Nietzsche o Cioran (que le aborrecía, pese a una proximidad divergente: ambos se enfrentaron al absurdo, pero Cioran resolvió su pensamiento con una apología del suicidio y Camus entendió que la superación del suicidio es la primera evidencia racional de nuestra libertad). La prosa de Camus no puede rivalizar con la de Malraux, el propio Cioran o Tournier, pero su esquematismo exento de banalidad, su limpidez sin aristas, su elocuencia elegante y sin alardes, su lirismo sencillo y eficaz, le garantizan un porvenir que no será tan complaciente con otros estilos más ambiciosos. Alabado hasta el exceso y denigrado por su apego sentimental a la Argelia francesa, Camus transitó por la vida con más honestidad que Malraux (mitómano compulsivo) o Sartre (malicioso y manipulador). Su antifascismo no le empujó a un pragmatismo revolucionario que subordina la moral a la necesidad de una pretendida escatología histórica. Su famosa polémica con Sartre (cuestionada, minimizada o exagerada) ha servido de inspiración al neoliberalismo más torpe, ignorando que Camus -al igual que Orwell- nunca abdicó de su filiación izquierdista. Su denuncia del totalitarismo soviético y del marxismo revolucionario no le alejó de la izquierda, pues “la izquierda ha estado siempre en lucha contra el oscurantismo, la injusticia y la opresión”. Es imposible no simpatizar con Albert Camus (Mondovi, Argelia, 1913-Villeblevin, Francia, 1959). Con el cigarrillo eternamente suspendido entre los labios y el cuello de la gabardina alzado, recuerda a los galanes de la novelle vague, que seducen mujeres y deambulan por los paisajes urbanos, acosados por la angustia y el vacío interior. Nacido en el seno de una humilde familia de pieds-noirs, mantuvo un vínculo muy estrecho con una madre analfabeta y casi sorda. Del padre, que muere en 1914 en el Marne, sólo conserva una fotografía y un relato casi mitológico o que al menos insinúa un linaje moral: su repugnancia como testigo de una ejecución pública. Durante las depuraciones que siguieron al final de la ocupación nazi, Camus solicitó el indulto para un colaboracionista implicado en la deportación de niños judíos, pues entendía que la oposición a la pena capital no contempla excepciones. Esta perspectiva moral no es incompatible con el derecho de rebelión contra la tiranía. En Los justos (1950), Camus escenifica el conflicto entre los medios y el fin. La violencia ejercida contra la opresión está justificada, pero la legitimidad desaparece cuando hay víctimas inocentes. Camus pretende distanciarse de razonamientos como los de Malraux en La esperanza (1937) o Saint-Exupéry en Vuelo nocturno (1931), que subestiman al individuo frente a un bien superior, ya sea la revolución comunista o la epopeya de la aviación en sus orígenes. El maestro de primaria Louis Germain advirtió en la escuela el talento de Camus y le alentó a continuar los estudios, dirigiendo sus lecturas y corrigiendo sus escritos. Camus se lo agradecerá con una novela inacabada (El primer hombre, publicada póstumamente) y con una emotiva mención en el discurso pronunciado al recoger el Premio Nobel de 1957. Camus inició su carrera en el teatro y el periodismo. Denunciar la miseria que afligía a la mayoría de los argelinos, le costará su puesto de trabajo. Se traslada a París y el pacto germano-soviético le distancia para siempre del comunismo. Participa en la Resistencia y en la postguerra se convierte en jefe de redacción de Combat. En 1942 llega la consagración con El extranjero. Meursault trasciende su condición de personaje de ficción y se convierte en la encarnación del “desencantamiento del mundo” augurado por Max Weber. Meursault representa el nihilismo en sentido negativo del que habla Nietzsche. Condenado a muerte por un crimen absurdo, sin motivación aparente, no se inquieta por la inminente ejecución, pues “desde que uno sabe que debe morir, no importa ni dónde ni cuándo”. Además, “la vida no vale la pena de ser vivida”. No hay otra certeza que la muerte y la existencia de Dios es irrelevante comparada con “el cabello de una mujer”. En El mito de Sísifo (1942) hay un giro, y el nihilismo aparece en un sentido positivo: la vida es absurda, sí, pero la conciencia de ese hecho ya implica un progreso y el ser humano, en la medida de lo posible, debe esforzarse en transformar la realidad, combatiendo el mal moral y social. En 1947 aparece La peste, una alegoría sobre las sociedades infectadas por el totalitarismo. Camus adopta la figura del santo laico, que sólo actúa por una motivación ética, pero sin la expectativa de una justicia sobrenatural. Al luchar contra la peste, el artista y el doctor que protagonizan la novela demuestran que la solidaridad es posible y que “hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura”. El hombre rebelde (1951) cuestiona la filosofía de la historia de Hegel y Marx, que reemplazan a Dios por el Estado. El intelectual debe moverse en la escala de lo humano y no en el nivel de las grandes abstracciones. Por eso, nunca debe formar parte de un ejército regular, sino actuar como “un francotirador”. No es necesario recorrer toda la obra de Camus para apreciar su legado: amor a la finitud, confianza en el hombre, necesidad del compromiso. Cuando aún permanecían frescos y lacerantes los recuerdos de la II Guerra Mundial, se atrevió a escribir que “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Esta inmerecida absolución tal vez sea la mejor herencia de un escritor donde la clarividencia nunca logró extinguir la embriaguez de vivir.